martes, 15 de noviembre de 2011

Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿Debemos aparecer dignos de ella?
Nietzsche, La gaya ciencia, sección 125


¿Por qué amarte
si ni siquiera sé quién soy
ni a quién pagar lo que no debo?

De lo que fui, ¿qué puedo devolverte
si nada ha sido mío?
Te agradezco
y a mano queda el trato que se firma
al aceptar vivir y sin restar
mi muerte de la tumba.

Ya no podrás asemejarte a mí
después de haberme dado a luz
y si lo intentas negaré a tu acecho
mi libertad que se rebela para ser
lo que yo quiero y no tu sombra.

Muerto ahora te abandono
como quien hunde
su corazón como simiente fértil
y donde tú sembraste vida
he de sembrar tu muerte
para ser yo mi propio fruto.

(Fragmento de Poesía)

He aquí el momento en que Dios muere dentro nuestro para dar lugar a acontecimientos que poseen mucho más luminosidad que la simple creencia de tal divinidad, a la cual no podemos acceder en vida y como precio debemos tener una existencia llena de restricciones y en la cual nuestro único deber es seguir su palabra.
Es así una vez alejado a ese Dios impuesto logramos arder en nuestro fuego para poder renacer de nuestras cenizas y conocer por medio propio nuestro devenir en este mundo sin la guía de ningún ser superior.


Stefanía Hueller

No hay comentarios:

Publicar un comentario